"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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LA HISTORIA DE SCHACABAC

LA HISTORIA DE SCHACABAC O EL CUENTO DEL BANQUETE FANTASMA © Jordi Sierra i Fabra 2005 (versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”) Un hombre sin fortuna, mendigo de pueblos y ciudades, desheredado de la buena suerte y de nombre Schacabac, se detuvo un día frente a las puertas de un excelso palacio asombrado por su lujo y belleza. Pensó que nadie que viviera en semejante lugar le negaría una limosna y, animado por su empeño, llamó con discreción solicitando un poco de comida con la que aliviarse. Los porteros del palacio, al verle, le franquearon el paso diciéndole: —Adelante, buen amigo. Pasad libremente y buscad sin demora por vuestra cuenta al dueño de esta casa, que sin duda habrá de complaceros en un grado que ni siquiera podéis llegar a imaginar, pues es el más magnánimo de los hombres de la tierra. Sorprendido por semejante recibimiento, el mendigo se adentró en los jardines del suntuoso palacio sin advertir las risas contenidas de los porteros que tan amablemente le habían invitado a hacerlo. A los pocos pasos eran tales las riquezas y bellezas del lugar, que imaginó que allí vivía un poderoso señor honrado de compartir su buena suerte con los pobres, así que se sintió por completo tranquilo y aún más seguro de su buena fortuna. Tardo sin embargo un buen rato en dar con el dueño del palacio. Atravesó un primer edificio rectangular recubierto de celosías, otro jardín fabuloso con árboles gigantescos y flores de mil colores, un atrio principesco con una fuente de agua pura y cristalina, y al llegar al edificio principal, en un gran salón recubierto con panes de oro y cortinajes de finas sedas, localizó a un anciano de barba blanca y ropajes excelsos al que sin duda reconoció como su presunto anfitrión. Schacabac entonces se inclinó ante él y le dijo con voz lastimera: —Señor, sé de vuestra generosidad y os imploro que la ejerzáis conmigo, pues hace tres días que no ingiero alimento alguno. Vuestros sirvientes me han pedido que yo mismo viniera a veros, y esta es la prueba de que no podía haberme encaminado a hombre más bien dotado. —Habláis bien, y me honráis con ello —le agradeció sus palabras el rico personaje—. Sentaos a mi lado que seréis generosamente complacido. Entonces dio una palmada y, aunque para sorpresa de Schacabac, no vio a nadie aparecer por ninguna de las puertas del salón, el hombre le agradeció a un invisible sirviente su presencia y comenzó a lavarse las manos en un imaginario recipiente depositado a sus pies. —Lavaos y purificaos —le recomendó a su invitado. “Bueno”, pensó el mendigo, “he aquí a un caballero ocurrente y bromista, amigo de las chanzas. Por supuesto que le seguiré el juego hasta donde lo desee si con ello le hago feliz y él hace feliz después a mi estómago”. Y se lavó también las manos en el imaginario recipiente. —Ahora, ¡a comer! —celebró con buen ánimo la hora de la pitanza el extraordinario mecenas—. ¡Traed viandas! Por segunda vez, nadie apareció ante ellos, pero el dueño de la casa celebró con marcadas muestras de gozo y alegría la presencia de no menos de una docena de sirvientes portando cada uno suntuosas fuentes llenas de comida que pronto inundaron el espacio abierto entre los dos. Cuando, al parecer, los sirvientes se hubieron retirado, el anfitrión inició el extraordinario festín. —¡Ánimo, saciaros, que esta sea la mejor comida de vuestra vida! Y él mismo dio comienzo al ágape fingiendo tomar algo de la fuente más cercana para masticarlo con fruición al borde del éxtasis. —¡Oh, probad estas codornices del Golfo! —se chupó los dedos goloso—. ¡Y no olvidéis estos dátiles del oasis de Samsara ni estos peces del lago de Imad, sin duda dignos del paladar de un sultán! Las manos del dueño de la casa iban de lado a lado, tomaban invisibles manjares que llevaba a su boca y simulaba masticar con placer. No tuvo pues más remedio el pobre y hambriento Schacabac que seguirle el juego e imitar también él sus gestos y sus muestras de satisfacción. —¿Acaso no es exquisito este pan? —decía el extravagante mecenas. —No lo he probado más blanco ni más sabroso, mi señor —le secundaba el mendigo. —¿Y qué me decís de este carnero adobado con trigo? —Suntuoso en grado extremo. Doy fe. —De este ganso os cedo la pierna y la pechuga, que son las partes más delicadas. —No merezco tanto honor ni compasión, estoy seguro. —¿Habéis visto mesa más bien servida en alguna otra parte? —Tened por seguro que no. Jamás —proclamó Schacabac con el estómago lleno de dolor pues de tanto oír hablar de comida estaba a punto de desfallecer. Así pasaron los minutos, en un atracón ficticio que se coronó con frutas frescas, almendras, confituras, pasteles y almizcle no menos invisible a sus ojos y a su paladar, llegado el momento en el cuál el invitado empezó a preguntarse si, después de todo, no volvería a la calle con el estigma de la burla prendido de su alma. —¿Os habéis quedado con hambre? —No, mi señor. Ha sido copioso y excesivo. —Nada quiero escatimar con un invitado tan cumplido. —Os aseguro que no me cabe nada más. —Pues después de tan sabrosa comida —eructó el dueño de la casa—, es hora de probar el mejor de los vinos. Schacabac dijo entonces: —Señor, os lo ruego, dispensadme de este final porque me está vedado tomar vino. —¿Qué decís? —abrió unos ojos como platos el propietario del palacio—. ¿Vais a despreciar el mejor de los vinos de este mundo? —No es desprecio, mi señor —dijo el mendigo—, sino cordura. Temo faltar a la debida compostura si ingiero algo a lo que no estoy acostumbrado. Y en modo alguno desearía faltaros al respeto, máxime después de esta maravillosa comida que me habéis regalado. —Pues no, insisto —protestó el hombre—. Me ofenderéis si no bebéis conmigo, no si lo hacéis y os achispáis un poco. —Sea pues —se rindió Schacabac. Tomó la imaginaria copa que le entregaba el dueño de la casa, olió el vino para llenarse de su aroma, bebió un sorbo para paladearlo debidamente, y a continuación apuró el resto de un sólo trago. —Formidable —hipó lleno de satisfacción. —Pues probad este otro mosto digno de un rey. Schacabac bebió una segunda copa, y una tercera, y una cuarta… y una quinta, hasta que al final, dando muestras de una irrefrenable ebriedad, golpeó con camaradería y tanta fuerza la espalda de su anfitrión que lo derribó al suelo con estrépito. El rico y bromista mecenas se incorporó con cara de pocos amigos. —¿Estáis loco? —cerró los puños dispuesto a ordenar que lo mataran allí mismo los verdaderos sirvientes del palacio. —¡Oh, señor, cuanto lo lamento! —dejó caer la cabeza sobre el pecho Schacabac—. ¡Me abrís vuestra casa, me dais la mejor de las comidas, y así os lo pago! ¡Pero recordad que os lo advertí! ¡No puedo tomar vino sin perder la cabeza, pues no estoy acostumbrado a sus excesos! Transcurrieron unos escasos segundos. Hasta que el rico personaje estalló en una larga carcajada y, tras abrazar con ímpetu al mendigo, le dijo: —¡A fe mía que llevaba tiempo sin encontrar a un hombre con vuestro ingenio! ¡Muchos son los que no han tenido vuestra perspicacia, se han hartado del juego, no han sabido qué cara poner ni cómo reaccionar y se han marchado o han arrancado a llorar temerosos de cualquier mal! ¡Vuestra reacción ha sido soberbia! ¡No sólo os perdono el golpe que me habéis dado, sino que os pido, ahora sí, que compartáis conmigo la mejor de las comidas con la que pueda obsequiaros! Y tras dar dos secas palmadas entraron en el salón una docena de sirvientes reales con unas no menos reales fuentes de comida que hicieron que el estómago del sorprendido invitado gimiera de gozo ante lo que se le venía encima.

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